domingo, 10 de diciembre de 2006

20 de julio del año 2001

Existo. No me cabe duda de ello. Pero asisto diariamente a las demostraciones externas que me llevan a sospechar de esa existencia que postulo como verdad. Siento a veces tales desprecios sobre mí, que dudo de ser quien creo ser. Mis espejos míos me dan una imagen que resulta ser falsa. Estoy condenado a ser yo, a sorprenderme y hastiarme de estar siendo todo el tiempo. Me cansa, como un trabajo molesto, la obligación de seguir vivo. Tengo un cuerpo, tengo unos ojos, tengo un cerebro y tengo una necesidad poderosa de seguir vivo, pero no por la alregría de vivir, ni siquiera por la esperanza de vivir mejor (ya hace tiempo que no me hago más promesas). Mi necesidad de seguir vivo tiene más que ver con una especie de orgullo absurdo, es querer ver si tengo la fuerza para resistir el estar vivo en este cuerpo y con este cerebro. Y es sólo para mí que lo hago, pues nadie podrá jamás medir la increíble hazaña de haber triunfado, porque mi cerebro está vedado para otros. Nadie puede apreciar lo difícil que es estar vivo aquí dentro, y lo difícil que me resulta morir.

El desprecio de ciertas personas llega a meterse en mí, simplemente porque yo les permito dañarme, pero nunca puedo realmente sentirlo, porque soy demasiado ajeno al resto del mundo, tanto personas como objetos. Tengo muros que me protegen de todo, incluso de mí mismo.

(Despreciame con todo tu desprecio. Tu dolor de vivir es apenas una comedia comparado con mi tragedia cotidiana. Tus palabras y gestos son burlas que te hacés como frente a un espejo, que soy yo. Despreciame, que te estás despreciando.)

Ahora me detengo, afuera de mí la noche avanza hacia inciertos momentos de pena y gloria simultáneos. Me pierdo en la monotonía de saberme gigante e irremediablemente insignificante

Adiós por ahora. Sigo cuando siga, ahora, mañana (que es nunca)

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